Matías Moscardi tiene 37 años y vive en el sur de la ciudad de Mar del Plata, junto a su pareja Larisa y su pequeño hijo de seis meses, Fermín. Es doctor en Letras por la Universidad Nacional de Mar del Plata, donde trabaja como docente desde hace más de 12 años. Recientemente ingresó a Carrera de Investigador en el CONICET y como parte de su tesis doctoral, estudió la poesía argentina y sus editoriales independientes en la década de los noventa. Actualmente, trabaja el tema de la escucha y la voz, la afectividad y los modos de circulación multimediales en la poesía contemporánea. “Creo la literatura es una forma de crear, a través del lenguaje, nuevos modos de sentir, percibir y pensar”, afirma.
¿Qué nos pasa como seres individuales y sociales frente al aislamiento?
Resuena, en la palabra aislamiento, la condición del náufrago. Como en la película El ángel exterminador (Luis Buñuel, 1962), nuestro propio hogar parece una isla en el nuevo contexto pandémico. En este sentido, me parece importante recordar la distinción que hace Michel de Certeau entre lugar y espacio. Los lugares son exclusivamente físicos; los espacios son, además, simbólicos. Podríamos decir, entonces, que la situación de aislamiento implica, necesariamente, una redefinición del espacio hogareño en tanto espacio simbólico. GillesDeleuze y Félix Guattari tienen un nombre para esto: “transformación incorporal”. Por interdicto del aislamiento, los espacios hogareños han sido transformados incorporalmente. ¿Qué quiere decir esto? Que son los mismos y a la vez parecen otros. Pero ¿en qué aspecto concreto se han transformado? Si la dramaturgia de nuestra vida se sucedía, naturalmente, como desplazamiento entre varios escenarios cotidianos, ahora parece haber, en cambio, un escenario único.
La historia del cine prueba cierta propensión al drama de las situaciones de encierro. Películas hay miles: desde Rope (Alfred Hitchcock, 1948) y 12 AngryMen (SidneyLumet, 1957) hasta El cubo (Vincenzo Natali, 1997) y Canino (YorgosLanthimos, 2009), pasando por Tape (Richard Linklater, 2001), El método (Marcelo Piñeyro, 2005) y Carnage (RomanPolanski, 2011). Novelas hay otras tantas: Robinson Crusoe (1719), de Daniel Defoe, El reloj de sol (1958), de Shirley Jackson, La isla de cemento (1974), de J.G. BallardLos pichiciegos (1983), de Rodolfo Fogwill, Rabia (2004), de Sergio Bizzio, cualquier novela o relato de Kakfa, de ambiente claustrofóbico, y los tantos otros títulos que me estaré olvidando. Lo importante es que todas ellas tienen un elemento en común: si ponés a dos o más personas encerradas por mucho tiempo en un espacio compartido, invariablemente, tarde o temprano, empezarán a discutir.Es como si estuviéramos en la casa de Gran Hermano: algún conflicto tiene que existir para que el realitiy show sea, verdaderamente, un show.
En este sentido, la pandemia y el aislamiento, no parecen haber creado ninguna situación verdaderamente nueva, esto lo demuestra el hecho de que el escenario ya había sido imaginado, fantaseado, miles de veces en libros y películas. En este sentido, la pandemia no parecería proceder por un principio de creatividad, mucho menos por un principio de originalidad. Dicho de otro modo: la pandemia no inventa nada. Diría que, más bien, en términos estrictamente socioculturales, viene a subrayar, a enfatizar, a resaltar, a acentuar, a poner de relieve un malestar previo. Como sucede en las películas y en los libros que mencioné, el conflicto se encuentra siempre en el pasado y la situación de encierro funciona como un reactivo: lo hace aparecer.
¿Crece la necesidad de tiempos solos o de tiempo juntos?
Las personas que están encerradas solas manifiestan con urgencia volver a ver a sus amigos. Las personas que están encerradas en familia manifiestan con urgencia no verse la cara por unos días. A pesar de parecer opuestos, quizás estos deseos sean uno y el mismo: la necesidad de variación, de heterogeneidad, de desplazamientos, de movimientos. Esta tensión entre la demanda de un tiempo en soledad y la demanda de tiempo en compañía parecería tener que ver con más con esa quietud que con el aislamiento en sí mismo: los deseos quietos se estancan. El deseo, por definición, es nómade: necesita del movimiento para constituirse. Esto lo explicaron muy bien Deleuze y Guattari en su “Tratado de nomadología”, incluido en Mil Mesetas (1980): el nomadismo no es una cuestión de movimiento físico, de translación real o desplazamiento territorial geográfico. Podemos ejercer perfectamente el nomadismo entre cuatro paredes. Pero para eso hay que pensar, sentir y percibir de otro modo.
¿Qué herramientas pueden contribuir a mejorar la “estadía emocional” en este aislamiento?
La creatividad, la imaginación, el arte y la literatura se vuelven los recursos fundamentales del nómade: leer puede ser una línea de fuga y escribir, una forma del diálogo y del encuentro. Pintar, dibujar, llevar un diario, inventar cualquier cosa, lo que sea, pueden ser formas de mantener el deseo en movimiento contra toda tentativa de los aparatos de captura que buscan imponer un sedentarismo deseante. No se trata, me parece, de estar solos o estar juntos, porque, en definitiva, siempre parecemos querer algo distinto de lo que nos sucede: si estamos solos queremos estar juntos y si estamos juntos necesitamos una dosis de soledad. También podemos estar irremediablemente solos a pesar de la compañía o sentirnos acompañados en soledad. Es el dilema de los erizos del que hablaba Schopenhauer: para sobrevivir al frío del invierno, los erizos se juntan; pero pronto empiezan a sentir las púas de los demás, entonces se alejan de nuevo. Así, oscilan entre estos dos sufrimientos, hasta encontrar una distancia conveniente dentro de la cual pueden soportarse mejor.
Históricamente: ¿qué otros escenarios pueden haber generado situaciones vinculares como estas? Por ejemplo en guerras… ¿qué pasaba con los vínculos sin virtualidad?
Los amores a la distancia fueron muy frecuentes en otras épocas. La literatura epistolar de la Modernidad está plagada de distancia: Sor Juana Inés de la Cruz, Cyrano de Bergerac, Victor Hugo, Pessoa, John Keats, Flaubert, Hemingway, Oscar Wilde, Frida Kahlo, Neruda, Pizarnik, Sartre, Kafka, Sylvia Plath, Joyce, Mark Twain, han escrito al menos una carta de amor a la distancia. Lo que quiero decir es que, antes, los modos de circulación de la escritura eran otros, la temporalidad de la letra era muchísimo más lenta. Por el contrario, las redes sociales y el celular nos acostumbraron a formas instantáneas de vinculación escrita que refuerzan constantemente un efectode presencia: si posteamos en Facebook, si hacemos un comentario por Twitter o le escribimos a alguien por WhatsApp, reforzamos la idea de nuestra presencia por medio de la escritura. Esta omnipresencia escrita modifica, por supuesto, nuestros modos de sentir.
Antes del Covid-19, sin embargo, las relaciones amorosas ya padecían, de alguna manera, la inflación de la escritura. El visto en el WhatsApp, la indagación detectivesca en Instagram para ver quién comenta la foto. ¿Cuántas escenas de celos se derivan de intercambios escritos basados en problemas de comunicación verbal? Frente a este cuadro, la presencia física aparecía como una forma de exorcismo de la letra: al reencontrarnos, podíamos, finalmente, liberarnos del fantasma de los equívocos lingüísticos, de la ambigüedad y los malos entendidos de la escritura, para dejar que los cuerpos se entiendan solos y se reconcilien en su propio idioma.
Sin embargo, como dice Onetti en La vida breve (1950): “Lo malo no está en que la vida promete cosas que nunca nos dará; lo malo es que siempre las da y deja de darlas”. El problema del distanciamiento social en relación a los vínculos amorosos es precisamente ese: la presencia es experimentada como pérdida, como default. Sin embargo, es como si el confinamiento fuera, antes que físico, un confinamiento del sentido: a distancia, estamos “enredados” en formas y medios de comunicación donde la ambigüedad y los malos entendidos son moneda corriente. ¿Cuántas discusiones habremos tenido por un mensaje sin contestar, por una frase desleída de la que alguien tira hasta que se desteje el pullover de la relación?
Vuelvo a la idea inicial: no hay alteración espacial sin sus efectos simbólicos. Si las parejas a distancia, muchas veces, reescribían sus discusiones en la escena del reencuentro, recién cuando volvían a verse –volver a verse suele coincidir con la reconciliación–, ahora no solo están confinadas a sus hogares, sino a los efectos de sus palabras. Otra vez, la situación pandémica viene a subrayar algo que muchas veces pasa desapercibido: que los vínculos amorosos –y humanos en general– están hechos no solo de cuerpos y presencias reales, sino también de palabras. Son las palabras las que unen o separan: la conversación o la discusión, el entendimiento o la incomunicación. El amor es, además de afectivo, discursivo.
¿Qué nos pasa sin el contacto físico en los vínculos?
Lo cierto es que muchas parejas a la distancia se encuentran en una situación kafkiana: la de la eterna postergación del encuentro, la de tener que resistir el chicle del tiempo que se estira y se estira y se suma al infranqueable problema del espacio. Ahora bien, ¿cómo hacían para esperar tanto esas parejas de antaño que se escribían cartas? Es como si las redes, paradójicamente, hubieran generado en nosotros una intolerancia a la virtualidad. ¡Como estamos excedidos de virtualidad, queremos realidad!
Jorge Luis Borges escribe lo siguiente: “El amor exige continuos milagros. Si uno deja de ver a una persona por unos días se puede llegar a sentir muy desdichado. En cambio, la amistad puede prescindir de la frecuentación.” La idea de Borges remonta una vieja dicotomía platónica: el amor es corporal y la amistad espiritual. No habría que olvidar que, antes de la pandemia, el vínculo amoroso a la distancia ya representaba un incordio, una dificultad que mejor era subsanar mudándose a la ciudad del otro. Por eso decía que el contexto pandémico no viene a crear una situación inédita sino a acentuar el fantasma común de la incertidumbre afectiva, el suspenso histérico constitutivo de toda relación amorosa –no solo las que son a la distancia–: ¿Durará para siempre o será transitoria?¿Será eterno nuestro amor o, como un yogur, tendrá fecha de vencimiento? Es la vieja pregunta por la duración, por la sustentabilidad del recurso amoroso, por la inclusión de la variante espaciotemporal en la ecuación de nuestros sentimientos.