Que la naturaleza es sabia no es una frase hecha: para muestra están las abejas. Viven en sociedades lideradas por una abeja reina -llegan a convivir 60 mil en una misma colmena- y su repartición de tareas es una verdadera oda al trabajo en equipo. Su primera función es limpiar las celdas. Cuando crecen, producen jalea real para alimentar a las nuevas larvas. En la siguiente etapa de su vida se reconvierten en abejas constructoras. Luego salen a buscar el néctar de las flores para producir miel, y en el ocaso de su vuelo, se atrincheran en las colmenas como defensoras oficiales de su colonia. Esa parábola de la perfecta organización del trabajo no solo les permite producir su tesoro, la miel, sino que los beneficios se extienden más allá de su sistema: al polinizar las flores y transportar el pólen de una a otra, las abejas aumentan la producción de los alimentos que comemos los seres humanos entre un 20 y un 40 por ciento. Pero a pesar de su enorme importancia, desde el año 2000, las abejas están muriendo. Las aqueja un misterioso síndrome del que los científicos aún no saben las causas exactas.
En el hemisferio norte se conoce como CCD -Síndrome del Colapso de las Colonias- y afecta entre el 20 y 30 por ciento de las colonias de abejas. Su modus operandi es hacerlas desaparecer de un día para el otro. ¿Cuál es su causa? En la mira de los científicos hay tres sospechosos: el primero es la proliferación de un ácaro llamado Varroa. El segundo, un hongo parásito llamado Nosema. Y el tercero, el uso indiscriminado de agroquímicos en el campo. “Las abejas están acusando el efecto de todo lo que se está haciendo a nivel de la agricultura y los monocultivos que conducen a la perdida de diversidad floral”, asegura Martín Eguaras, doctor en Ciencias Biológicas, investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y director del Centro de Investigación en Abejas Sociales (CIAS) con sede en la Universidad Nacional de Mar del Plata, el único centro científico especializado en abejas del país en donde un grupo de treinta científicos se dedica a desarrollar curas naturales para recuperar las colonias que están desapareciendo. “Antes uno pasaba por los campos y al borde de los alambrados se veían un montón de flores raras: ahora es todo monótono, marrón y no hay nada. Evidentemente, antes la abeja tenía fuentes de alimento diferentes, que ahora no están”.
Luna de miel
Treinta años atrás comenzó el romance entre Eguaras y las abejas sociales, bautizadas así porque son las que viven en sociedad y pueden vivir tiempos prolongados: Eguaras no estudia las abejas individuales, que son efímeras. El puntapié se dio cuando el investigador tenía que hacer su tesis de grado. Para graduarse, se centró en estudiar el parásito Varroa, una especie de garrapata que habitaba la isla de Java y, en los 60, colonizó a la abeja europea, se distribuyó por el mundo y se convirtió en la principal plaga que afecta a las abejas a nivel mundial. Unos años después, ya como investigador, Eguaras y su equipo ampliaron el trabajo hacia otras parasitosis tales como Paenibacillus, otra patología causada por una bacteria que afecta a las larvas de abejas. La investigación se siguió expandiendo: más adelante, se volcaron a estudiar la tercera parasitosis Nosema, un hongo que destruye el sistema digestivo de las abejas. “Una vez que te metés en el mundo de las abejas –señala el científico– es apasionante”.
Al inmiscuirse en el universo de las abejas, Eguaras vislumbró que no existían productos alternativos para tratar sus parasitosis, por lo que enfocó allí sus energías, advertido de que “habría cultivos que no podrían existir si no existieran las abejas”. Si bien aún hoy Argentina es uno de los principales productores y exportadores de miel del mundo y el 90 por ciento de la producción de miel nacional se exporta a países como Alemania, Estados Unidos, Japón, Inglaterra, “los aparatos que miden el residuo cada vez se hacen más sofisticados, entonces es necesario evitar los agentes contaminantes”. En el centro que dirige Eguaras en Mar del Plata el objetivo se concentró en proteger la salud de las abejas a través de un “manejo integrado de plagas priorizando el uso de sustancias naturales. Investigamos para que las sustancias que se utilizan para curarlas no aparezcan después en la miel, la cera y los otros productos de la colmena que se mantenga su calidad, porque lo comemos nosotros como algo natural y porque, si eso no sucede, la miel tendría graves problemas para exportarse”. Su pasión, de ese modo, fue llenando el espacio vacío de la investigación en materia de abejas, casi una necesidad, teniendo en cuenta que en el país hay 4 millones de colmenas afincadas, en mayor medida, en la Pampa húmeda –solo en Mar del Plata hay 2500 apicultores-, bendecidas por el clima ideal de buenas jornadas de sol, mucha lluvia y poco frío.
“En general a las abejas se las cura con acaricidas sintéticos –piretroides y fosforados- y antibióticos que contaminan la miel y además les interfiere la comunicación química que establecen entre ellas y les produce desequilibrios en la colmena. Nosotros, en cambio, desarrollamos sustancias naturales para controlar las plagas”, explica Eguaras. Una de los desarrollos realizados en el CIAS es una especie de jarabe para las abejas, un suplemento nutritivo hecho de las mismas fitomoléculas que están presentes en el néctar de las flores y que estimula el sistema inmune de estos insectos para que cicatricen más rápido sus heridas y sean más tolerantes a los pesticidas. “Fundamentalmente usamos aceites esenciales de plantas y ácidos orgánicos. En algunos casos son jarabes, en otros polvos, en otros son formulados incorporados en tiras de PVC o en polímeros que luego se degradan dentro de la colmena. Buscamos productos naturales para que después no aparezcan residuos tóxicos en la miel. Ayudamos a las abejas sin contaminar los productos”.
Para llevar a cabo estos desarrollos de la escala de laboratorio a la escala real en las colonias de abejas, los pasos son escalonados. Los primeros ensayos los se realizan en cápsulas de Petri en el laboratorio del CIAS. Si funcionan, los prueban en minicolmenas. De ahí los ensayos van a la escala real en colonias de abejas productivas en los apiarios experimentales que el CIAS posee en varios puntos del Partido de General Pueyrredón. Si funciona, el producto está listo para ser distribuido en colmenas comerciales. “Todos nuestros desarrollos científicos los pensamos hacia lo productivo, eso significa que lleguen a la cadena productiva a bajo costo y que sean fáciles de aplicar”, aclara Eguaras.
Treinta años después de haber comenzado a estudiar a las abejas, al investigador el tema le sigue despertando la misma pasión que en sus inicios. “El trabajo con las abejas es muy grato. Cuando estás trabajando con ellas en un día de sol, la variedad de colores y olores impresiona. Incluso, aun cuando te quieren aguijonar la cara y chocan contra el velo, se percibe un agradable olor al veneno. Verlas trabajar, su organización, es un placer inconmensurable. En mis tiempos de jubilado seguramente tendré algunas colmenas para entretenerme y producir mi propia miel”. Sobre el retroceso de las abejas, Eguaras es optimista: “Si logramos revertir los procesos por los cuales se está afectando la salud de las abejas, el declive de sus poblaciones se va a detener. Mientras tanto, seguiremos tratando de brindar herramientas a los apicultores en una línea de manejo sustentable, para que las abejas vuelvan a resurgir de manera natural”.
Por Cintia Kemelmajer-CONICET Buenos Aires